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1° Historia

En un mundo muy lejano, nació Renekton, miembro de una raza de guardianes bestiales creada para servir a los gobernantes y protectores de su pueblo. Junto a su hermano, Nasus, Renekton se encargaba del cuidado de la Gran Biblioteca, que servía como cámara acorazada del conocimiento ancestral y depósito de las enseñanzas del ciclo de la vida y la muerte. Mientras que el preclaro Nasus enseñaba a los eruditos que acudían a aprender, Renekton ejercía las funciones de guardián de la puerta de la Gran Biblioteca. Poseía la habilidad de sentir la verdadera naturaleza de aquellos que buscaban las enseñanzas de Nasus, y rechazaba a aquellos con ambiciones oscuras. Sin embargo, con el paso del tiempo, su exposición reiterada a este mal acabó infectando su mente. Cada vez estaba más furioso con el mal que habitaba en el corazón de los hombres, y a medida que se sumía más y más en la locura, descubrió que podía sofocar esa furia erradicando el mal de los hombres en los que habitaba. Desgraciadamente, el alivio duraba poco, ya que los sujetos y la ira del carnicero (como se la conocería) volvían a aparecer, cada vez con más fuerza.

Consumido por la ira, Renekton se volvió contra el único ser que podría derrotarlo: su propio hermano. Naus le suplico a Renekton que entrase en razón. Al darse cuenta que ya no había redención posible para él, Nasus, abatido, golpeó con valentía a su díscolo hermano. Indefenso, Renekton esperaba con ansia la liberación de la muerte. Nunca llegó. Se salvó cuando los invocadores de la Liga de Leyendas reclamaron a su hermano. Atrapado en el aura de este poderoso hechizo, Renekton se arrastró durante lo que parecieron eones entre dos realidades. Cuando por fin salió de este limbo, cayó en las profundidades de las cloacas de Zaun. Renekton, consumido por la furia, languideció en su nuevo hogar. Su ira lo dejó inconsciente. Y así fue, hasta que, por casualidad, percibió un olor familiar. Creyendo que ese olor familiar sería su guía hacia el consuelo que se estaba borrando de su memoria, siguió el rastro de su hermano hasta la Academia de la Guerra.

Mi hermano está vacío. Lleno de ira, pero vacío. -- Nasus, conservador de las arenas

2° Historia

Renekton fue antaño un valeroso guardián de la ancestral Shurima, pero en los siglos transcurridos desde la caída de ese antaño glorioso imperio la locura logró consumirlo y ahora es poco más que una bestia consumida por la rabia que quiere matar a su hermano Nasus, a quien culpa de su penoso estado mental.

¡Hacia Shurima!

"Sangre y venganza".

Renekton es una terrorífica criatura Ascendida movida por la ira y procedente de los desiertos abrasadores de Shurima. En su día fue el guerrero más admirado del imperio, un líder que condujo a los ejércitos shurimanos a incontables victorias. Sin embargo, tras la caída del imperio, Renekton quedó sepultado bajo las arenas, donde lentamente sucumbió a la locura mientras el mundo seguía girando y cambiando. Ahora, libre de nuevo, le carcome el ansia de hallar a su hermano Nasus y acabar con él, pues lo culpa en su locura de los siglos pasados entre las tinieblas.

Renekton nació para luchar. Ya desde joven se vio siempre envuelto en violentas peleas. No conocía el miedo, y era capaz de hacer frente a niños mucho mayores que él. A menudo era el orgullo lo que provocaba estos enfrentamientos, pues Renekton era incapaz de recular o pasar una ofensa por alto. Cada tarde volvía a casa con cortes y magulladuras, y aunque Nasus, su estudioso hermano mayor, no veía sus peleas callejeras con buenos ojos, Renekton las disfrutaba.

Tras su admisión en el exclusivo Collegium del Sol, Nasus se marchó de casa. En sus años de ausencia, las peleas de Renekton fueron volviéndose cada vez más serias. En una de sus pocas visitas, Nasus quedó horrorizado ante la visión de su hermano ensangrentado tras otra de sus riñas callejeras. Temeroso de que el carácter agresivo de Renekton lo condenara a prisión o a una muerte prematura, Nasus ayudó a su hermano a alistarse en el ejército shurimano. Aunque Renekton era demasiado joven para incorporarse a las filas, la influencia de su hermano mayor ayudaron a pasar este detalle por alto.

La férrea disciplina del ejército fue una bendición para Renekton. En pocos años ascendió hasta convertirse en uno de los líderes militares más capaces y temidos de Shurima, y ayudó a extender los dominios del imperio luchando en primera fila en numerosas guerras de conquista. Pronto se granjeó fama de duro y feroz, pero también de honrado y valiente. A su vez, Nasus se convirtió en un general condecorado, y juntos combatieron en numerosas campañas, siempre unidos a pesar de sus diferencias y de sus frecuentes desacuerdos. El talento de Nasus residía en su capacidad para la estrategia, la logística y la historia; el de Renekton, en el combate. Nasus planificaba las guerras y Renekton las ganaba.

Renekton alcanzó el título de Guardián de Shurima tras librar una cruenta batalla en uno de los acantilados fronterizos de la región. Una fuerza invasora había desembarcado en la costa sur para atacar la aislada ciudad de Zuretta. Si no lograban detener la invasión, la ciudad sería arrasada y su población, masacrada. Con una inferioridad de diez hombres contra uno, Renekton lideró un pequeño contingente para hacer frente a los invasores, dispuesto a retrasar el ataque para evacuar la ciudad. Nadie esperaba que Renekton saliera de aquella batalla con vida, y mucho menos con una victoria. Pero él se mantuvo firme en el desfiladero durante un día y una noche, tiempo suficiente para que llegasen las tropas de relevo lideradas por Nasus. Con apenas un puñado de guerreros supervivientes, todos ellos libres de heridas, Renekton fue aclamado como un héroe.

Renekton luchó en el frente durante décadas y jamás perdió una batalla. Su presencia inspiraba a aquellos que luchaban junto a él y aterrorizaba a sus enemigos. Se alzó con una victoria tras otra, y era tal su reputación que llegó a ganar batallas sin desenvainar la espada; naciones enemigas se rendían al saberse atacadas por un ejército liderado por Renekton.

Renekton, entrado en años, era ya un veterano canoso y curtido en mil batallas cuando le llegaron noticias de que su hermano estaba a punto de morir. Corrió de vuelta a la capital, donde descubrió a Nasus abatido por una cruel enfermedad debilitante, una sombra del imponente héroe que había sido. La enfermedad no tenía cura, y se asemejaba a una maldición degenerativa que, según decían, había acabado con todo un noble linaje en la antigüedad.

No obstante, todos reconocían la grandeza de Nasus. Además de ser un general altamente condecorado, había ejercido de conservador de la gran biblioteca de Shurima, y escrito algunas de las mayores obras literarias del imperio. El sacerdocio declaró que era la voluntad del Sol que el héroe se sometiera al ritual de Ascensión.

La ciudad al completo se reunió para ser testigo del sagrado ritual, pero la trágica enfermedad había causado ya sus terribles estragos y Nasus carecía de la fuerza suficiente para subir los escalones del Estrado de la Ascensión. En un acto de amor y sacrificio extremos, Renekton alzó a su hermano en brazos y subió los últimos peldaños, convencido de que aquel gesto lo conduciría a la muerte debido a las energías sagradas del disco solar. Lo consideraba un sacrificio menor si con él garantizaba que la leyenda de su hermano perdurase. No en vano era solo un guerrero, si bien talentoso, mientras que su hermano era un erudito, pensador y general sin igual. Renekton sabía que Shurima necesitaría a Nasus en los años venideros.

Sin embargo, Renekton no fue destruido. Bajo el cegador resplandor del disco solar, ambos hermanos fueron elevados y transformados. Cuando la luz se desvaneció, dos poderosas criaturas Ascendidas se aparecieron ante los espectadores; Nasus en su esbelto cuerpo con cabeza de chacal, y Renekton con su imponente forma de cocodrilo. Sus cuerpos eran apropiados: el chacal a menudo se consideraba una de las bestias más inteligentes y astutas, mientras que la agresividad intrépida del cocodrilo le quedaba a Renekton como un guante. Shurima dio gracias a los poderes divinos por aquellos nuevos semidioses y guardianes del imperio.

Renekton había sido un portentoso héroe de guerra, pero ahora era un ser Ascendido dotado de un poder incomprensible para el común de los mortales. Poseía mayor fuerza y velocidad que cualquier humano y parecía prácticamente inmune al dolor. Aunque los seres Ascendidos no eran inmortales, su esperanza de vida era mucho mayor de lo normal, lo que les permitía servir al imperio durante cientos de años.

Con Renekton al frente de los ejércitos de Shurima, el poderío militar del imperio era imparable. Siempre había sido un guerrero feroz y un comandante despiadado, pero su nueva forma le otorgaba un poder inimaginable. Lideró a los soldados shurimanos en incontables victorias sangrientas, y jamás tuvo ni esperó clemencia. Su leyenda se extendió más allá de los confines del imperio, y fueron sus enemigos los que lo apodaron el Carnicero de las Arenas, sobrenombre que aceptó gustoso.

Había quien pensaba que una parte de la humanidad de Renekton se había perdido en su transformación, y Nasus compartía esta opinión. A medida que pasaban los años, parecía aumentar su crueldad; su sed de sangre alcanzaba cotas antinaturales, y se rumoreaba que cometía verdaderas atrocidades en nombre de la guerra. Aun así, era un fiero defensor de Shurima, y sirvió con extrema lealtad a una sucesión de emperadores, lo que permitió garantizar la seguridad y grandeza del imperio a lo largo de los siglos.

Durante el reinado del emperador Azir, llegaron rumores de una mística criatura de fuego que había escapado del sarcófago mágico que la mantenía apresada en su mazmorra subterránea. Había arrasado una aldea shurimana antes de huir a través del desierto en dirección este. Renekton y su hermano Nasus emprendieron la búsqueda de este legendario oponente. En su ausencia, el joven emperador intentó unirse a sus filas y convertirse en un Ascendido, instado y manipulado por su sabio consejero, Xerath. Las consecuencias fueron catastróficas.

Renekton y Nasus se encontraban a una jornada de la capital, pero aun así llegaron a sentir la onda expansiva del trágico ritual de Ascensión. Sabedores de que algo terrible había ocurrido, regresaron a toda velocidad a una gloriosa ciudad en ruinas. Azir había sido destruido junto a la mayoría de los habitantes de la urbe, y el gran disco solar, vaciado de toda energía, caía inexorablemente. En el epicentro de aquella catástrofe encontraron a Xerath convertido en un ser de pura energía malévola.

Los hermanos intentaron sellar a Xerath en el sarcófago mágico que había encerrado a la ancestral criatura de fuego. Lucharon durante un día y una noche, pero el mago era un rival poderoso, y no se dejaría encerrar. Logró destruir el sarcófago y asaltó a los hermanos con hechizos alimentados por el poder del disco solar, que chocó contra el suelo mientras luchaban.

Consciente de que no podrían destruir a Xerath, Renekton logró empujarlo hasta las profundidades de la Tumba de los Emperadores. Una vez allí, rogó a su hermano que sellara por siempre aquel mausoleo con ellos dentro. Sabedor de que no habría otra forma de detener a Xerath, Nasus cumplió a regañadientes las órdenes de su hermano. Y así, mientras Renekton y Xerath sucumbían a la oscuridad, Nasus cerró la tumba para siempre.

Entre las tinieblas, Xerath y Renekton continuaron su batalla. Lucharon durante años interminables, mientras fuera la otrora gran civilización de Shurima se venía abajo. En pleno combate, Xerath envenenó con palabras los oídos de Renekton, y lentamente, a medida que avanzaban los siglos, aquel tóxico discurso y la omnipresente oscuridad hicieron mella en el héroe. El mago hizo creer a Renekton que Nasus lo había sepultado a propósito, celoso de su éxito e incapaz de compartir su Ascensión.

Poco a poco, la cordura de Renekton se resquebrajó por completo. Xerath no hizo más que ahondar aquellas grietas, corrompiendo su mente y tergiversando su visión de lo real y lo imaginario.

Miles de años después, la mercenaria Sivir reabrió la Tumba de los Emperadores y liberó tanto a Renekton como a Xerath. Renekton rugió iracundo y se precipitó con estruendo hacia las arenas del desierto shurimano, olfateando el aire en busca de su hermano.

Ahora vaga por el desierto con un único objetivo: acabar con Nasus, el traidor que lo abandonó a una muerte segura. A pesar de su visión distorsionada de la realidad, en ocasiones recuerda al orgulloso y honorable héroe que fue. Sin embargo, la mayoría del tiempo no es más que una bestia enloquecida por el odio e impulsada por su sed de sangre y venganza.

"Sangre y venganza".

Renekton es una terrorífica criatura Ascendida movida por la ira y procedente de los desiertos abrasadores de Shurima. En su día fue el guerrero más admirado del imperio, un líder que condujo a los ejércitos shurimanos a incontables victorias. Sin embargo, tras la caída del imperio, Renekton quedó sepultado bajo las arenas, donde lentamente sucumbió a la locura mientras el mundo seguía girando y cambiando. Ahora, libre de nuevo, le carcome el ansia de hallar a su hermano Nasus y acabar con él, pues lo culpa en su locura de los siglos pasados entre las tinieblas.

Renekton nació para luchar. Ya desde joven se vio siempre envuelto en violentas peleas. No conocía el miedo, y era capaz de hacer frente a niños mucho mayores que él. A menudo era el orgullo lo que provocaba estos enfrentamientos, pues Renekton era incapaz de recular o pasar una ofensa por alto. Cada tarde volvía a casa con cortes y magulladuras, y aunque Nasus, su estudioso hermano mayor, no veía sus peleas callejeras con buenos ojos, Renekton las disfrutaba.

Tras su admisión en el exclusivo Collegium del Sol, Nasus se marchó de casa. En sus años de ausencia, las peleas de Renekton fueron volviéndose cada vez más serias. En uno de sus pocas visitas, Nasus quedó horrorizado ante la visión de su hermano ensangrentado tras otra de sus riñas callejeras. Temeroso de que el carácter agresivo de Renekton lo condenara a prisión o a una muerte prematura, Nasus ayudó a su hermano a alistarse en el ejército shurimano. Aunque Renekton era demasiado joven para incorporarse a filas, las influencias de su hermano mayor ayudaron a pasar este detalle por alto.

La férrea disciplina del ejército fue una bendición para Renekton. En pocos años ascendió hasta convertirse en uno de los líderes militares más capaces y temidos de Shurima, y ayudó a extender los dominios del imperio luchando en primera fila en numerosas guerras de conquista. Pronto se granjeó fama de duro y feroz, pero también de honrado y valiente. A su vez, Nasus se convirtió en un general condecorado, y juntos combatieron en numerosas campañas, siempre unidos a pesar de sus diferencias y de sus frecuentes desacuerdos. El talento de Nasus residía en su capacidad para la estrategia, la logística y la historia; el de Renekton, en el combate. Nasus planificaba las guerras y Renekton las ganaba.

Renekton alcanzó el título de Guardián de Shurima tras librar una cruenta batalla en uno de los acantilados fronterizos de la región. Una fuerza invasora había desembarcado en la costa sur para atacar la aislada ciudad de Zuretta. Si no lograban detener la invasión, la ciudad sería arrasada y su población, masacrada. Con una inferioridad de diez hombres contra uno, Renekton lideró un pequeño contingente para hacer frente a los invasores, dispuesto a retrasar el ataque para evacuar la ciudad. Nadie esperaba que Renekton saliera de aquella batalla con vida, y mucho menos con una victoria. Pero él se mantuvo firme en el desfiladero durante un día y una noche, tiempo suficiente para que llegaran las tropas de relevo lideradas por Nasus. Con apenas un puñado de guerreros supervivientes, todos ellos libres de heridas, Renekton fue aclamado como un héroe.

Renekton luchó en el frente durante décadas y jamás perdió una batalla. Su presencia inspiraba a aquellos que luchaban junto a él y aterrorizaba a sus enemigos. Se alzó con una victoria tras otra, y era tal su reputación que llegó a ganar batallas sin desenvainar la espada; naciones enemigas se rendían al saberse atacadas por un ejército liderado por Renekton.

Renekton, entrado en años, era ya un veterano canoso y curtido en mil batallas cuando le llegaron noticias de que su hermano estaba a punto de morir. Corrió de vuelta a la capital, donde descubrió a Nasus abatido por una cruel enfermedad debilitante, una sombra del imponente héroe que había sido. La enfermedad no tenía cura, y se asemejaba a una maldición degenerativa que, según decían, había acabado con todo un noble linaje en la antigüedad.

No obstante, todos reconocían la grandeza de Nasus. Además de ser un general altamente condecorado, había ejercido de curador de la gran biblioteca de Shurima, y escrito algunas de las mayores obras literarias del imperio. El sacerdocio declaró que era la voluntad del Sol que el héroe se sometiera al ritual de Ascensión.

La ciudad entera se reunió para ser testigo del sagrado ritual, pero la trágica enfermedad había causado ya sus terribles estragos y Nasus carecía de la fuerza suficiente para subir los escalones del Estrado de la Ascensión. En un acto de amor y sacrificio extremos, Renekton alzó a su hermano en brazos y subió los últimos peldaños, convencido de que aquel gesto lo conduciría a la muerte, debido a las energías sagradas del disco solar. Lo consideraba un sacrificio menor si con él garantizaba que la leyenda de su hermano perdurase. No en vano era solo un guerrero, si bien talentoso, mientras que su hermano era un erudito, pensador y general sin igual. Renekton sabía que Shurima necesitaría a Nasus en los años venideros.

Sin embargo, Renekton no fue destruido. Bajo el cegador resplandor del disco solar, ambos hermanos fueron elevados y transformados. Cuando la luz se desvaneció, dos poderosas criaturas Ascendidas se aparecieron ante los espectadores; Nasus en su esbelto cuerpo con cabeza de chacal, y Renekton con su imponente forma de cocodrilo. Sus cuerpos eran apropiados: el chacal a menudo se consideraba una de las bestias más inteligentes y astutas, mientras que la agresividad intrépida del cocodrilo le quedaba a Renekton como un guante. Shurima dio gracias a los poderes divinos por aquellos nuevos semidioses y guardianes del imperio.

Renekton había sido un portentoso héroe de guerra, pero ahora era un ser Ascendido dotado de un poder incomprensible para el común de los mortales. Poseía mayor fuerza y velocidad que cualquier humano y parecía prácticamente inmune al dolor. Aunque los seres Ascendidos no eran inmortales, su esperanza de vida era mucho mayor de lo normal, lo que les permitía servir al imperio durante cientos de años.

Con Renekton al frente de los ejércitos de Shurima, el poderío militar del imperio era imparable. Siempre había sido un guerrero feroz y un comandante despiadado, pero su nueva forma le otorgaba un poder inimaginable. Lideró a los soldados shurimanos en incontables victorias sangrientas, y jamás tuvo ni esperó clemencia. Su leyenda se extendió más allá de los confines del imperio, y fueron sus enemigos los que lo apodaron el Carnicero de las Arenas, sobrenombre que aceptó gustoso.

Había quien pensaba que una parte de la humanidad de Renekton se había perdido en su transformación, y Nasus compartía esta opinión. A medida que pasaban los años, parecía aumentar su crueldad; su sed de sangre alcanzaba cotas antinaturales, y se rumoreaba que cometía verdaderas atrocidades en nombre de la guerra. Aun así, era un fiero defensor de Shurima, y sirvió con extrema lealtad a una sucesión de emperadores, lo que permitió garantizar la seguridad y grandeza del imperio durante siglos.

Durante el reinado del emperador Azir, llegaron rumores de una mística criatura de fuego que había escapado del sarcófago mágico que la mantenía apresada en su mazmorra subterránea. Había arrasado una aldea shurimana antes de huir a través del desierto en dirección este. Renekton y su hermano Nasus emprendieron la búsqueda de este legendario oponente. En su ausencia, el joven emperador, instado y manipulado por su mago Xerath, intentó unirse a sus filas y convertirse en un Ascendido. Las consecuencias fueron catastróficas.

Renekton y Nasus se encontraban a una jornada de la capital, pero aun así llegaron a sentir la onda expansiva del trágico ritual de Ascensión. Sabedores de que algo terrible había ocurrido, regresaron a toda velocidad a una gloriosa ciudad en ruinas. Azir había sido destruido, junto a la mayoría de los habitantes de la urbe, y el gran disco solar, vaciado de toda energía, caía inexorablemente. En el epicentro de aquella catástrofe encontraron a Xerath convertido en un ser de pura energía malévola.

Los hermanos intentaron sellar a Xerath en el sarcófago mágico que había encerrado a la ancestral criatura de fuego. Lucharon durante un día y una noche, pero el mago era un rival poderoso, y no se dejaría encerrar. Logró destruir el sarcófago y asaltó a los hermanos con hechizos alimentados por el poder del disco solar, que chocó contra el suelo mientras luchaban.

Consciente de que no podrían destruir a Xerath, Renekton logró empujarlo hasta las profundidades de la Tumba de los Emperadores. Una vez allí, rogó a su hermano que sellara por siempre aquel mausoleo con ellos dentro. Sabedor de que no habría otra forma de detener a Xerath, Nasus cumplió a regañadientes las órdenes de su hermano. Y así, mientras Renekton y Xerath sucumbían a la oscuridad, Nasus cerró la tumba para siempre.

Entre las tinieblas, Xerath y Renekton continuaron su batalla. Lucharon durante años interminables, mientras fuera la otrora gran civilización de Shurima se venía abajo. En pleno combate, Xerath envenenó con palabras los oídos de Renekton, y lentamente, a medida que avanzaban los siglos, aquel tóxico discurso y la omnipresente oscuridad hicieron mella en el héroe. El mago hizo creer a Renekton que Nasus lo había sepultado a propósito, celoso de su éxito e incapaz de compartir su Ascensión.

Poco a poco, la cordura de Renekton se resquebrajó por completo. Xerath no hizo más que ahondar aquellas grietas, corrompiendo su mente y tergiversando su visión de lo real y lo imaginario.

Miles de años después, el mercenario Sivir reabrió la Tumba de los Emperadores y liberó tanto a Renekton como a Xerath. Renekton rugió iracundo y se precipitó con estruendo hacia las arenas del desierto shurimano, olfateando el aire en busca de su hermano.

Ahora vaga por el desierto con un único objetivo: acabar con Nasus, el traidor que lo abandonó a una muerte segura. A pesar de su visión distorsionada de la realidad, en ocasiones recuerda al orgulloso y honorable héroe que fue. Sin embargo, la mayoría del tiempo no es más que una bestia enloquecida por el odio e impulsada por su sed de sangre y venganza.

RENACER EN LA OSCURIDAD

¿Soy un dios?

Ya no lo sabe. Tal vez lo fue, cuando el disco solar brillaba como el oro en lo alto del Palacio de los Diez Mil Pilares. Recuerda cómo llevó a un ser ancestral en brazos, y cómo ambos se elevaron hacia el cielo, transportados por los rayos del sol. Todo el dolor y el sufrimiento que albergaba fue limpiado por aquella luz que había de transformarlo. Si este recuerdo es suyo, ¿acaso había sido mortal? Cree que sí, pero es incapaz de recordarlo. Sus pensamientos no son más que una nube de moscas del desierto, el zumbido irritante de recuerdos fragmentados que retumban en su alargado cráneo.

¿Qué es real? ¿Qué soy ahora?

Este lugar, esta caverna bajo la arena. ¿Es real? Eso cree, pero no está seguro de poder confiar en sus sentidos. Solo alcanza a recordar las tinieblas, una terrible e infinita oscuridad aferrada a él como una mortaja. Pero entonces la oscuridad se desvaneció, arrojándolo de vuelta a la luz. Recuerda haber trepado entre la arena mientras la tierra se desplomaba a su alrededor, y el rugir de la piedra viva mientras algo sepultado y olvidado largo tiempo emergía de nuevo hacia la superficie.

Colosales estatuas de aspecto vasto y terrible brotaron de la arena. Sobre el héroe se cernían guerreros con armadura y cabeza diabólica, dioses ancestrales de una cultura extinta tiempo ha. Huyó de la ira de los espectros beligerantes que emergían de la arena, y logró escapar de aquella ciudad que ascendía entre llamas bajo la luna y las estrellas. Recuerda haber deambulado por el desierto, su mente encendida por visiones de sangre y traición, de palacios colosales y templos dorados derribados en un abrir y cerrar de ojos. Siglos de progreso desmantelados por el orgullo y la vanidad de un solo hombre. ¿Acaso fue suyo el orgullo? No lo sabe, pero teme que así fuera.

Aquella luz que lo había transformado ahora le provocaba un gran dolor. Quemaba su alma hasta la médula mientras vagaba por el desierto, solo y perdido, atormentado por un odio que no alcanzaba a entender. Buscando refugio de su despiadada luz, halló cobijo en una húmeda caverna; y así, encogido y entre lágrimas, el Susurrante lo encontró. Aquella sombra se deslizaba por las paredes que lo rodeaban, balbuceando y conspirando incesantemente para alimentar su amargura. Apretaba sus retorcidas manos, coronadas por negras zarpas, contra las sienes, pero era incapaz de silenciar a su eterno acompañante en aquella oscuridad. Nunca lo consiguió.

El Susurrante le contó historias de vergüenza y culpa. Habló de los miles de inocentes que murieron por su culpa, que jamás tuvieron ocasión de vivir gracias a su fracaso. Una parte de él cree que no son más que falacias edulcoradas, historias tergiversadas y repetidas tantas veces que se hace imposible distinguir verdad y mentira. El Susurrante le recuerda la luz extinguida en su encierro, le muestra el rostro de chacal de su traidor, que contempla la escena mientras lo condena a la oscuridad eterna del abismo. Las lágrimas brotan de sus ojos ajados y él las enjuga con ira. El Susurrante conoce cada senda, cada camino oculto hacia su mente, y distorsiona todas las certezas a las que alguna vez se aferró, todas las virtudes que lo convirtieron en un héroe endiosado y reverenciado por toda... ¡Shurima!

Ese nombre significa algo para él, pero se desvanece como un brillante espejismo, anclado a la prisión de su mente con las cadenas de la locura. Sus ojos, antaño astutos y penetrantes, están velados por siglos de absoluta e insondable oscuridad. Su piel, que una vez fue fuerte como una armadura de bronce, ahora está opaca y resquebrajada; de su infinidad de heridas brota el polvo, como arena que cae en el reloj de un verdugo. Tal vez se esté muriendo. Cree que es posible, pero el pensamiento no le inquieta en demasía. Ha vivido y sufrido lo suficiente como para no temer su propia desaparición.

Peor aún, no está seguro de poder morir. Contempla el arma ante él, un hacha con sable de medialuna sin mango. Perteneció a un rey guerrero de Icathia, y un fugaz recuerdo le ilumina, le muestra cómo rompió aquella empuñadura tras acabar con el ejército de su portador. Recuerda haberla vuelto a crear, pero no sabe por qué. Tal vez la utilice para rebanar su propio cuello y ver qué ocurre. ¿Brotará sangre o polvo? No, no piensa morir ahí. Todavía no. El Susurrante le informa de que es otro el destino que lo aguarda. Todavía queda sangre por derramar y una sed de venganza que saciar. El rostro de chacal de aquel que lo condenó a la oscuridad flota en su memoria y, cada vez que lo ve, hierve hasta la superficie el odio grabado a fuego en su corazón.

Contempla las paredes de la cueva mientras las sombras se disipan, revelando las rudas pinturas rupestres de los mortales. Imágenes atávicas y descascarilladas, tan desdibujadas que son casi invisibles, muestran la ciudad del desierto en todo su esplendor. Ríos de agua fresca y cristalina discurren entre las columnas de sus calles y los rayos revitalizantes del Sol alumbran la exuberante vegetación de un paisaje que ahora es fértil. Ve a un rey con yelmo de cabeza de halcón junto a una figura con vestiduras oscuras, ambos en lo alto de un palacio elevado. A sus pies, dos gigantes ataviados con armadura militar: uno es una bestia colosal con forma de cocodrilo y un hacha con hoja de medialuna; el otro es un guerrero erudito con cabeza de chacal. Reconoce en la criatura reptiliana la representación, exaltada por los mortales, de su encarnación ascendida. Entonces posa su mirada sobre el otro guerrero. El tiempo ya casi ha borrado la escritura angular bajo la imagen descolorida, pero sigue siendo lo suficientemente legible para que se adivine el nombre de su traidor.

—Nasus —pronuncia—. Hermano...

Y nombrada la fuente de su tormento, su propia identidad es revelada, como el sol que emerge tras una nube de tormenta.

—Soy Renekton —sisea entre dientes curvos—. El Carnicero de las Arenas.

Alza su filo de medialuna y se pone en pie, sacudiendo el polvo de los siglos de su cuerpo acorazado. Viejas heridas sanan, la piel agrietada recupera su tersura y el color vuelve a su verde y elástica forma reptiliana a medida que se imbuye de determinación. Hubo un día en el que el sol lo transformó, pero ahora la oscuridad es su aliada. La fuerza invade su monstruoso y poderoso cuerpo, los músculos se hinchan, y sus ojos arden de odio hacia Nasus. Oye cómo el Susurrante vuelve a hablar, pero ya no le presta atención. Empuña el hacha con sus poderosas garras y posa la punta del filo sobre la imagen del guerrero con cabeza de chacal.

—Me dejaste solo entre las tinieblas, hermano —dice—. Y ahora morirás por tu traición.

¿Soy un dios?

Ya no lo sabe. Tal vez lo fue, cuando el disco solar brillaba como el oro en lo alto del Palacio de los Diez Mil Pilares. Recuerda cómo llevó a un ser ancestral en brazos, y cómo ambos se elevaron hacia el cielo, transportados por los rayos del sol. Todo el dolor y el sufrimiento que albergaba fue limpiado por aquella luz que había de transformarlo. Si este recuerdo es suyo, ¿acaso ha sido mortal? Cree que sí, pero es incapaz de recordarlo. Sus pensamientos no son más que una nube de moscas del desierto, el zumbido irritante de recuerdos fragmentados que retumban en su alargado cráneo.

¿Qué es real? ¿Qué soy ahora?

Este lugar, esta caverna bajo la arena. ¿Es real? Eso cree, pero no está seguro de poder confiar en sus sentidos. Solo alcanza a recordar las tinieblas, una terrible e infinita oscuridad aferrada a él como una mortaja. Pero entonces la oscuridad se desvaneció, arrojándolo de vuelta a la luz. Recuerda haber trepado entre la arena mientras la tierra se desplomaba a su alrededor, y el rugir de la piedra viva mientras algo sepultado y olvidado largo tiempo emergía de nuevo hacia la superficie.

Colosales estatuas de aspecto vasto y terrible brotaron de la arena. Sobre el héroe se cernían guerreros con armadura y cabeza diabólica, dioses ancestrales de una cultura extinta tiempo ha. Huyó de la ira de los espectros beligerantes que emergían de la arena, y logró escapar de aquella ciudad que ascendía entre llamas bajo la luna y las estrellas. Recuerda haber deambulado por el desierto, su mente encendida por visiones de sangre y traición, de palacios colosales y templos dorados derribados en un abrir y cerrar de ojos. Siglos de progreso desmantelados por el orgullo y la vanidad de un solo hombre. ¿Acaso fue suyo el orgullo? No lo sabe, pero teme que así fuera.

Aquella luz que lo había transformado ahora le provocaba un gran dolor. Quemaba su alma hasta la médula mientras vagaba por el desierto, solo y perdido, atormentado por un odio que no alcanzaba a entender. Buscando refugio de su despiadada luz, halló cobijo en una húmeda caverna; y así, encogido y entre lágrimas, el Susurrante lo encontró. Aquella sombra se deslizaba por las paredes que lo rodeaban, balbuceando y conspirando incesantemente para alimentar su amargura. Apretaba sus retorcidas manos, coronadas por negras zarpas, contra las sienes, pero era incapaz de silenciar a su eterno acompañante en aquella oscuridad. Nunca lo consiguió.

El Susurrante le contó historias de vergüenza y culpa. Habló de los miles de inocentes que murieron por su culpa, que jamás tuvieron ocasión de vivir gracias a su fracaso. Una parte de él cree que no son más que falacias edulcoradas, historias tergiversadas y repetidas tantas veces que se hace imposible distinguir verdad y mentira. El Susurrante le recuerda la luz extinguida en su encierro, le muestra el rostro de chacal de su traidor, que contempla la escena mientras lo condena a la oscuridad eterna del abismo. Las lágrimas brotan de sus ojos ajados y él las enjuga con ira. El Susurrante conoce cada senda, cada camino oculto hacia su mente, y distorsiona todas las certezas a las que alguna vez se aferró, todas las virtudes que lo convirtieron en un héroe endiosado y reverenciado por toda... ¡Shurima!

Ese nombre significa algo para él, pero se desvanece como un brillante espejismo, anclado a la prisión de su mente con las cadenas de la locura. Sus ojos, antaño astutos y penetrantes, están velados por los siglos de absoluta e insondable oscuridad. Su piel, que una vez fue fuerte como una armadura de bronce, ahora está opaca y resquebrajada; de su infinidad de heridas brota el polvo, como arena que cae en el reloj de un verdugo. Tal vez se esté muriendo. Cree que es posible, pero el pensamiento no le inquieta en demasía. Ha vivido y sufrido lo suficiente para no temer su propia desaparición.

Peor aún, no está seguro de poder morir. Contempla el arma ante él, un hacha con sable de medialuna sin mango. Perteneció a un rey guerrero de Icathia, y un fugaz recuerdo le ilumina, le muestra cómo rompió aquella empuñadura tras acabar con el ejército de su portador. Recuerda haberla vuelto a crear, pero no sabe por qué. Tal vez la utilice para rebanar su propio cuello y ver qué ocurre. ¿Brotará sangre o polvo? No, no piensa morir ahí. Todavía no. El Susurrante le informa de que es otro el destino que lo aguarda. Todavía queda sangre por derramar y una sed de venganza que saciar. El rostro de chacal de aquel que lo condenó a la oscuridad flota en su memoria y, cada vez que lo ve, hierve hasta la superficie el odio grabado a fuego en su corazón.

Contempla las paredes de la cueva mientras las sombras se disipan, revelando las rudas pinturas rupestres de los mortales. Imágenes atávicas y descascarilladas, tan desdibujadas que son casi invisibles, muestran la ciudad del desierto en todo su esplendor. Ríos de agua fresca y cristalina discurren entre las columnas de sus calles y los rayos revitalizantes del Sol alumbran la exuberante vegetación de un paisaje que ahora es fértil. Ve a un rey con yelmo de cabeza de halcón junto a una figura con vestiduras oscuras, ambos en lo alto de un palacio elevado. A sus pies, dos gigantes ataviados con armadura militar: uno es una bestia colosal con forma de cocodrilo y un hacha con hoja de medialuna; el otro es un guerrero erudito con cabeza de chacal. Reconoce en la criatura reptiliana la representación, exaltada por los mortales, de su encarnación ascendida. Entonces posa su mirada sobre el otro guerrero. El tiempo ya casi ha borrado la escritura angular bajo la imagen descolorida, pero sigue siendo lo suficientemente legible para que se adivine el nombre de su traidor.

—Nasus —pronuncia—. Hermano...

Y nombrada la fuente de su tormento, su propia identidad es revelada, como el sol que emerge tras una nube de tormenta.

—Soy Renekton —sisea entre dientes curvos—. El Carnicero de las Arenas.

Alza su filo de medialuna y se pone en pie, sacudiendo el polvo de los siglos de su cuerpo acorazado. Viejas heridas sanan, la piel agrietada recupera su tersura y el color vuelve a su verde y elástica forma reptiliana a medida que se imbuye de determinación. Hubo un día en el que el sol lo transformó, pero ahora la oscuridad es su aliada. La fuerza invade su monstruoso y poderoso cuerpo, los músculos se hinchan, y sus ojos arden de odio hacia Nasus. Oye cómo el Susurrante vuelve a hablar, pero ya no le presta atención. Empuña el hacha con sus poderosas garras y posa la punta del filo sobre la imagen de guerrero con cabeza de chacal.

—Me dejaste solo entre las tinieblas, hermano —dice—. Y ahora morirás por aquella traición.

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